Hubo un tiempo –el cine aún no había aprendido a hablar--, en el que el troquel de forma caprichosa, la filigrana gráfica, la creación ingeniosa, en definitiva, estuvieron muy presentes en los Programas de mano. Sirva de ejemplo la creación destinada a promocionar la cinta Vida Bohemia (La boheme. USA 1926) cuya imagen figura aquí a la derecha
Consolidadas las bases del cine, o lo que es lo mismo, en el momento en que los Programas inician su tarea convencidos de su poderío seductor, son aún innumerables las producciones que a priori se lanzan al circuito comercial desnudas de alicientes reconocibles. Hasta ese momento, en nuestro país, el cine de mayor calado popular había sido el europeo. Pero las cosas estaban cambiando: el cine americano, impulsado por la máquina Hollywood, empezaba a contagiar al mundo con sus carismáticos clichés. Las grandes compañías americanas tomaban posesiones en nuestro país con un objetivo claro: cambiar el curso de los acontecimientos; es decir, desviar hacia su industria el gusto y las afinidades cinéfilas de los espectadores españoles. Como primera medida, fijan sus ojos en los Programas de mano decididos a convertilos en embajadores de ese nuevo cine. Eran los preámbulos al nacimiento del Programa troquelado.
La fórmula llegó de forma natural. Sus creadores no hicieron más que apuntarse a una moda que ya venía de lejos; casi tan vieja como la propia imprenta, aunque no por ello menos efectiva. Delimitar una figura humana u objeto sobre un papel o cartoncillo, mediante troquel, ofrecía como resultado la exaltación inmediata de la misma, convirtiéndola desde el primer momento, y a los ojos de todos, en un icono mágico e inseparable del producto que representaba. El cromo y la estampa sabían mucho de ello desde que hicieron su aparición en el siglo XIX. Las figuras troqueladas, en general, poseían una aureola casi mística a los ojos de las gentes, de ahí que el Programa tratara de acentuar en extremo ese ajuste de simbolismo, convirtiendo en iconos mágicos, ensoñadores, aquellas imágenes que la silueta encerraba.
Contrariamente a lo que se cree, su mayor producción tuvo lugar durante el periodo 1925-1935. Más adelante seguirán apareciendo, pero ya sin la intensidad ni el atractivo de los primeros años, salvo excepciones. Hay que recordar que este tipo de Programas, en la mayor parte de los casos, no gozaron de alta distribución, limitándose muchas veces su reparto al día del estreno.
Todo apunta al gran Charlot –no podía ni debía ser otro--, con la película El chico (The kid. USA 1922) marcaría la senda del Programa troquelado, aunque con anterioridad hubo algunos intentos de escaso relieve. La creación, siendo brillante, se quedó a medias en su acercamiento formal al futuro Programa troquelado, ya que planteaba una fórmula más cercana al recortable (ver imagen izquierda). Para ser exactos, se trataba en realidad de un recortable que descomponía el cuerpo del protagonista, bastón incluido, invitando a manipularlo. Siguiendo sus instrucciones, que pasaban por recortar con paciencia todas las partes del cuerpo y unirlas a través de un hilo que se manipulaba desde el dorso, se conseguía una deliciosa marioneta que gesticulaba cómicamente y al unísono cada una de las extremidades del personaje.
El primer Programa troquelado en toda regla –magno como pocos-- correspondió a una producción del hombre que a la postre se convertiría en el rey de las superproducciones: Cecil B. De Mille. Su título: Juana de Arco (1917) La película, que narraba la vida de la famosa heroína, ingenió un impresionante Programa que parecía querer rendir honores a la mártir francesa. El diseño, majestuoso y sublime, fue realizado por la distribuidora Gaumont en 1923, año de su estreno en España –la película correspondía al sello Paramount. Todos los calificativos que se puedan hacer al Programa se quedan cortos, dado su nivel expresivo; todo en él es hermoso, incluso su equilibrio cromático, por no hablar del exquisito troquel que lo bordea.
Justo dos años después, en 1924, otro genial cómico, Buster Keaton, con la cinta La ley de la hospitalidad (1924), dejaría brillantemente evidenciadas las infinitas y no menos creativas maneras de albergar Programas bajo este concepto gráfico. La creación en cuestión, con una excelente factura de acabado, gráfica y técnicamente, fue y sigue siendo una verdadera obra de arte. Su forma era la de un tonel, que descansaba sobre una peana que permitía situarlo de pié, provisto de un mecanismo que hacía aparecer y desaparecer la cabeza del actor ¡Pura delicia! El siguiente ejemplo se ubicó, por lo que a género se refiere, en la acera de enfrente. Si con anterioridad habían sido los cómicos, el turno siguiente sería para el terror, a través de una precursora cinta interpretada por Lon Chaney titulada El jorobado de Notre Dame (1924) En esta ocasión el troquel silueteaba la fachada de la basílica, con la figura en primer término del inquietante monstruo.
Después de estos y otros ejemplos, los que velaban por los intereses y la salud del cine tuvieron claro que a pesar del alto coste que significaba la producción de tales creaciones, éste quedaba suficientemente amortizado: no había más que echar un vistazo a los resultados de taquilla. En adelante, y hasta bien entrados los años treinta, el público recibió con regocijo y asombro un aluvión de Programas de esta especie, cuyas admirables creaciones no eran más que la consecuencia de la celosa competencia en la que habían entrado las distribuidoras y productoras por hacerse con un trozo de la golosa tarta que representaba el comercio cinematográfico en nuestro país.
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